miércoles, 1 de febrero de 2012

¡Quieto, Killer!

En cuanto suba el sol se encenderá la fragua. El astro aviva el hongo de una explosión nuclear, un paraguas de hollín agazapado sobre la llanura, demasiados coches y excesivo tiempo sin llover, muchos días sin que el viento barra la hinchazón del aire. La Casa de Campo es un consuelo con sus pinos y encinas, sus portillos, rejas, fuentes y restos de trincheras, parajes cada vez menos recónditos pues a todas partes llegan caminantes y ciclistas, familias con ensaladilla y bistec empanado, latas de cerveza y niño remolón.
La mochila, vieja y descuidada, no llama la atención hasta que un perro madrugador muestra un interés tan excesivo que su dueño no consigue apartarlo.
-¡Quieto, Killer!
No le hace caso. Entre aspavientos el hombre del chándal se acerca con recelo, hay bombas-lapa, coches-bomba y otras muchas trampas ideadas para hacer daño. Esencial ser precavido, no sea que vuele antes de tiempo hacia el infinito; ese ciclista que acaba de pasar ha debido apercibirse de todo. Por tanto no le queda más remedio que cumplir con su deber: ha de telefonear. Menos mal que se trajo el móvil, en casos así resulta imprescindible.
Intenta marcar uno de esos números de emergencias que se resisten a venir a la mente justo cuando más lo necesitas. Al fin lo consigue, pero –entretanto- el pastor alemán no ha dejado de husmear, con rabia hurga en el interior hasta que asoma una bolsa de las rebajas.
-Hay algo sospechoso –informa con el mayor realismo posible.
-¿Qué puede apreciar?
Por un instante imagina la situación de sus interlocutores: deben estar aburridos a primera hora de este fin de semana, les molesta ser llamados para nada. Sus preguntas suenan cansinas.
-Es una mochila, pero hay un rastro de sangre –avisa.
-¡No se mueva, llegamos ahora mismo! –le dijeron con tanta vehemencia que opta por obedecer.
Trabajo le cuesta sujetar al perro porque el condenado no obedece orden alguna.
-¡Dichoso animal! –lo pelea al mismo tiempo que se acerca el vehículo con sus luces azules; los agentes muestran cara de haber dormido poco y mal.
Gruñe el perro, incitándolos a indagar. La presencia de los dos extraños lo excita aún más.
-¡Cuidado! –advierte el más joven.
A punto de vomitar el desayuno, han de proceder con precauciones: apartan el pelo negro y ensortijado, se manchan con esa sanguinolencia espesa.
-¡Qué asco! –se le escapa la exclamación, mientras el animal tira y tira de la correa.
Ahora ya lo ven: apenas un rostro deforme, los ojos abiertos de par en par mirándote fijamente con un brillo extraño, de cristal mate, desencajados de sus órbitas, y el cuello desgarrado.
-Un travesti –afirma el más joven.
No participaba de la misma opinión el hombre de mayor edad, para el cual aquello era la cabeza de una mujer, no demasiado joven pero de rasgos todavía hermosos. Unos veintitrés, veinticinco a lo sumo.
-Una negra o una mulata –precisó.
Y tuvo que hacerlo un profesional, añade; sólo una persona con conocimientos y frialdad puede realizar cortes tan limpios y exactos, tan horrendos que se te revuelven las tripas.
-No tocarlo hasta el forense –dice el menor.
Vaya mañanita, le comentaba el hombre al perro en tanto se alejaban.
-Eh, usted ¿dónde va?
Eso, donde pretendía marchar si tenía que acompañarlos para prestar declaración. ¿Con el perro también? –preguntó. Hombre, qué remedio. No se preocupe, se lo cuidarán.
Aquel tono ya le resultó fastidioso. A fin de cuentas ¿por qué diablos hizo caso? Creyó que el ciclista lo habría visto todo, quizá fue eso. Ahora el debate consistía en si era un travesti o una de esas chicas que se ofrecen por poca cosa a los automovilistas, hay miles dispuestas a otorgar una breve descarga a cambio de unas monedas. A cuarenta grados o a temperaturas bajo cero ahí permanecen, muy pintadas, sus botas altas y sus breves ropajes. La mayoría suramericanas, pero también muchas africanas y otras del este. En el tronco de un pino, en el interior del coche o en el suelo de hierbajos; incluso algunos conductores vienen preparados con mantas para la ocasión. Por eso hay un bosque de colillas, preservativos y pañuelos de papel, latas de refrescos y cerveza, incluso bolsas de chuches.
-¿Hasta cuándo? –se le escapa un exabrupto al guardia de mayor edad. El mismo ha tenido que acudir más de una vez a la requisitoria de los vecinos, una simple vuelta de advertencia. Señoritas, no pueden estar aquí; así les habla desde la furgoneta. Pero no estamos haciendo nada prohibido, si nos echan nos iremos a la Gran Vía y será peor. O nos encerramos en una iglesia hasta conseguir la residencia. No incordiamos a nadie, tenemos nuestros derechos. Lo corroboran quienes las controlan desde todoterrenos de gran potencia; han de entregarles puntualmente su buena recaudación, de lo contrario pueden llevarse un arañazo.
Los guardias hacen llamadas por sus transmisores y hasta llegan los reporteros gráficos y las televisiones.
Aunque fuera tan menguado el cuerpo, por más que no hubiese cadáver, acudió la ambulancia con su sirena y sus destellos y se fue metiendo bulla. Entonces pensé en lo que debía decir, esta gente tiene por costumbre preguntar más de la cuenta y vete tú a imaginar si acabo siendo el principal sospechoso. Todo porque el bobo de Killer no intentó disimular, sabía que era mi mochila y aun así no paraba de ladrar.
(De “¡Mamá, yo quiero un piercing”!)

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