domingo, 27 de mayo de 2012

Los hombres son como niños

-Vente a casa –me dijo mi madre con la mejor intención-. Te prepararé tus comidas preferidas, ya verás que acabas animándote.
-No es buena idea.
-Pero ya sabes que a mí ya no me gusta conducir cada día para ir a verte. Y menos me gustan los atascos.
He de aceptar que tiene la mejor intención del mundo, desde luego que sí. Pero yo no podía tolerar la posibilidad de cobijarme otra vez bajo sus miradas protectoras. Si he metido la pata, ya sabré salir yo solita del embrollo.
Mira que ella me lo había advertido cientos de veces. Dani no era lo mejor para mí. Cierto que un chico así, con ese físico y esa voluntad de comerse el mundo, era una golosina para mis amigas.
-No te irá bien con él –me advirtió la vieja una y otra vez.
-Ya verás –insistía cuando me empeñaba con todas mis fuerzas en llevarle la contraria.
Me arrebató desde el primer día, al poco tiempo me lancé a la piscina: decidimos vivir juntos.
La tarde en que lo pillé en mi cama con Sandra fue el alboroto.
-Te puedo explicar –intentó hablar con aquella cara que ya me pareció chulesca, impresentable.
-¿Qué vas a explicarme tú a mí?
-Ya sé que estás dolida, pero debes recapacitar –me decía Sandra-. Sé madura por una vez.
-Todos cometemos fallos –añadió Noe cuando le conté todo con pelos y señales-. No debes precipitarte.
Y yo erre que erre, dispuesta a llegar hasta el final.
Después supe que ella había heredado una gran fortuna de un tío que acababa de morir en Argentina. Y si me hubiese avenido a seguir adelante los tres, hasta podríamos haber sido dichosos. Esa cochina educación me lo echó todo por tierra.      
                Para mi desgracia, me comporté como una estrecha, la más tonta del lugar. Así que decidí volver con él, bueno: con él y con ella. Eramos el trío más feliz del mundo. Nos las prometíamos muy felices en nuestro pareado de Breña Alta que era una maravilla con vista a aquel mar. Pero duró solo una semana, por eso nunca les podré perdonar que me enviaran con tal crueldad al contenedor de las muñecas rotas; sin cabeza, sin brazos ni pila alcalina, sin alma siquiera.
                (De “Los dioses palmeros”, Cajacanarias. Ilustración: El amor victorioso, de Michelangelo Caravaggio, cuadro fechado en 1602-1603)  

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