sábado, 10 de mayo de 2014

Cervantes en la Ínsula Barataria (San Borondón)

Hubo un año de boatos oficiales por el cuarto centenario de la publicación del Quijote, pero sigue planteada la duda de si todo el espectáculo sirvió para algo socialmente útil, por ejemplo para que la gente lea y conozca aunque sólo sea por las solapas el más universal de nuestros textos. Los políticos y asesores una vez más han inflado presupuestos para saraos y divertimentos con tal de salir en la foto, y ya está. Seguimos siendo un pueblo con un perfil cultural bajo, y probablemente la única solución para que la plebe aprenda sería que dentro de la bazofia de la telebasura las famosillas y los famosillos se insultaran lanzándose frases de la novela, eso sí: con mucho griterío y a ser posible largando algún que otro guantazo. Por otra parte ya se sabe que –además de los programadores de televisión- los peores enemigos del adelanto en la ilustración de las masas son los funcionarios de la cultura, aquéllos que entienden que la cosa sólo va de reparto de subvenciones y golpecitos en la espalda a los amiguetes. El difunto Miguel de Cervantes no gozó ni de una cosa ni de la otra; tuvo una vida crucificada aunque cuatro siglos después lo ampara la gloria. Y en La Mancha tenía que ser donde imaginara las andanzas trágicas, filosóficas y cómicas de sus personajes. En ese páramo horizontal de ríos sin agua entre leves ondulaciones, cultivos de secano, cereales, viñas y olivos, en esa tierra de nadie donde la gente casi ni está y donde es fácil sentir la insularidad dentro del continente.

En efecto, La Mancha es una especie de isla invisible como San Borondón, donde los perros dormitan a la entrada de los caseríos y donde las almas en pena nos recuerdan los cuentos de Juan Rulfo. Rosario Valcárcel y yo recorrimos varias veces los pueblos cervantinos, nos encontramos que muchos de ellos ni estaban señalizados debidamente, apenas había huellas de los hitos marcados en el gran libro. Las lagunas de Ruidera, Puerto Lápice, Campo de Criptana con sus molinos, igual que Consuegra, El Toboso, Pedro Muñoz, Argamasilla de Alba con su famosa Cueva de Medrano donde la tradición dice que estuvo preso Cervantes y allí escribió El Quijote. Además, nos sucedió también que varios profesores norteamericanos que seguían la misma ruta sabían más del Quijote que cualquiera de nosotros. La España pobre y negra de otros tiempos sale al encuentro del caminante con su carga de ignorancia, de milagrerías imposibles, de politiquerías vanas, de crueldades y renuncias.

En definitiva, La Mancha es viva imagen del país y aguarda una redención complicada, allí se asienta un conjunto de hidalgos venidos a menos y de Sanchos enriquecidos por los servicios turísticos de la noche a la mañana, un pueblo de insolidarios en el que cada cual se las ventila a su aire. Puede que el vasto territorio de soledades por donde se pierde Don Quijote, constituya una parte del alma de este pueblo de tendencias toscas que todavía casi ni se reconoce a sí mismo salvo en las peleas de la tribu: ahora mismo nadie quiere ser español de la misma manera que resulta difícil aceptar la bandera rojigualda por venir con la carga de muertos de una guerra civil. Al otro lado, los anglosajones manejan al dedillo las citas del gran Shakespeare, como si fuesen salmos de la Biblia, y nosotros seguimos siendo amigos de la escasa lectura y por consiguiente de la ignorancia.

            El gran Agustín Espinosa dijo que cada una de nuestras islas es “la isla de las maldiciones”. Una imagen negativa de Canarias cuando padecíamos el doble o el triple aislamiento, solo había pobreza y un velero clandestino para salir huyendo a Venezuela. A buen seguro que en la apreciación de Agustín Espinosa ello influyeron los graves acontecimientos que le tocaron vivir al mejor de los escritores surrealistas de España: guerra civil, pérdida de derechos, muerte prematura. Fue una época de imprescindibles convicciones: todo aquel que no se enfundara la camisa azul de la Falange tenía medio pasaporte al otro mundo, es decir: a ser arrojado a un pozo seco, a una Mar Fea, a una cuneta de una carretera sin nombre tras recibir una bala en la sien. Ahora que nos visitan millones y millones de turistas, cuando a pesar de la crisis el nivel de vida se ha elevado tanto, aquí en la isla Don Quijote y Sancho son espejos de nosotros mismos: grandezas y debilidades, corrupciones y sueños. Menos mal que, más allá de las ambiciones y las trapisondas de nuestros políticos, San Borondón es invisible e indivisible, mágica e ingobernable como una Ínsula Barataria cualquiera.
 

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