martes, 4 de noviembre de 2014

Unamuno en Fuerteventura: la insularidad, la maldición del mar

Sin duda fue muy buena idea conmemorar el centenario de la presencia de Miguel de Unamuno en las islas, y hacerlo con un programa tan inteligente y tan completo de actos, actividad en la que ha sido esencial el entusiasmo del cronista de Artenara, José Antonio Luján. El hito de la caminata hacia la cumbre, con la perspectiva de inaugurar nuevos miradores y monumentos conmemorativos, dice mucho del acierto del comité organizador de estos eventos. Las mesas redondas y las conferencias también han analizado con mucho nivel el pensamiento y la obra unamunianas.

Seguramente no hemos valorado lo suficiente la incidencia del escritor vasco en los autores canarios de su época y en los posteriores. Pues Unamuno, al igual que Ángel Valbuena Prat, supo poner hace mucho tiempo el acento en cuestiones fundamentales de nuestro pensamiento: la lejanía, el modo de ser ensimismado, la sensación de dramatismo y distancia que el mar suponía para nosotros, insulares de Canarias, hace ahora un siglo. Tanto don Miguel como don Ángel pusieron el dedo en la llaga de algunos de nuestros demonios particulares, los demonios de claustrofobia, de encierro, que en cierto modo lastran o han lastrado la labor de los creadores de las islas durante cinco siglos. Teorías que hoy, en pleno siglo XXI, entran en una nueva perspectiva de contraste pues el mundo ha cambiado tan velozmente que las Canarias de hoy tienen poco que ver con las Canarias de entonces, y por consiguiente la labor del creador, incluso trabajando desde aquí, encuentra otros modos de expresión propiciados por la tecnología, el avance de los medios de comunicación, el progreso económico, la frecuencia y baratura de los vuelos desde las islas al mundo. De este modo, la percepción del aislamiento y de la maldición del mar no son las mismas hoy que aquellas que en su día apreció el poeta ensimismado y dolorido que fue Alonso Quesada. Precisamente el que fuera rector de la Universidad de Salamanca escribe a Rafael Romero, más conocido como Alonso Quesada, una carta en la que dice: “Me es imposible olvidar a esa isla de tranquilidad y de afecto y a los que ahí dejé. Es que … ¡basta! Le veo suspirando en su jaula, en su isla –tanto la exterior y geográfica como la interior- y suspirando por libertad. Y, créame, es mucho más dulce cantar enjaulado a la libertad que estar libre y sin canto. Nadie canta lo que tiene.” Después de elogiar algunos poemas de nuestro autor, así su “Oración de media noche” y su “Oración vesperal”, don Miguel estima que “en jaula más grande sentiría usted mayor anhelo de libertad, pues cuanto más se tiene, más se siente lo que falta.” Está claro que la iglesia combatió a disidentes con pensamiento propio. Galdós, Unamuno y otros recibieron los dardos de intolerancia. Alentados por la España vertical de la postguerra algunos obispos los llamaron anticlericales, enemigos de la fe, fustigadores de las esencias patrias. El Unamuno contradictorio y a veces caótico, el provocador, el que se apuntaba a perdedor cuando se suma al bando franquista en la guerra civil, el Unamuno desafiante y el vigilante tanto de los errores de la República y como los del bando alzado el 18 de julio. El Unamuno que se yergue en tutor de Alonso Quesada, el que descubre el mar precisamente en Fuerteventura, el autor que también es un poco nuestro. Pues en su destierro las islas lo marcaron con el síndrome de aislamiento que como decíamos ya quedó atrás en este mundo global.

También don Miguel varió mucho su mirada sobre nuestro paisaje atlántico. Pues a raíz de su estancia en Fuerteventura encontró alegría en el dolor, se sumergió en el Atlántico liberador, regeneró las heridas. El mar ya no era tanto la maldición como más bien era el elemento limpiador, sanador.

Claro que, como señalaba Bruno Pérez en La Provincia, Unamuno y Galdós fueron digamos dos “bestias negras” de la Iglesia Católica en los años de la postguerra franquista. Como anécdota, he de mencionar que –teniendo yo unos 13 o 14 años- acudí a confesarme con la grave duda de si había hecho bien en leer un texto unamuniano. No recuerdo si era Niebla o acaso Del sentimiento trágico de la vida, lo cierto es que tuve la suerte de ir a dar con un cura joven, impregnado del espíritu renovador que trajo aquel papa bueno que fue Juan XXIII y del concilio Vaticano II. Y este cura joven me dejó tranquilo cuando me dijo que no era malo leer a Unamuno. Menos mal, pensé. Pues en aquellos tiempos de los primeros años 60 pesaba sobre la conciencia de los jóvenes más de cien maldiciones.

Existe otra razón por la cual Unamuno es tan querido en las islas. Y es el hecho de haberse preocupado por nuestra realidad geográfica, social y creativa. Los 2000 kilómetros que nos separan de Madrid eran en el primer tercio del siglo XX muchos más en la vida real. Muy pocos se ocupaban de reconocer y de divulgar en la Península lo que aquí hacían los poetas, los artistas, que trabajaban recibiendo el escaso eco que su propia sociedad les proyectaba, y sin tener proyecciones en el exterior.

          La superación de este malditismo, y el reconocimiento posterior que han tenido figuras como Tomás Morales y Alonso Quesada, ha sido un hecho muy positivo que ha afianzado la a posteriori confianza de los creadores de las islas.

          Por lo demás, admiramos profundamente ciertas actitudes vitales y estéticas de don Miguel. Su inconformismo, sus contradicciones incluso. Su angustia espiritual y el dolor que le provoca el silencio de Dios, el tiempo y la muerte.

          El escritor sigue siendo polémico, pues cada año con motivo del homenaje que el 31 de diciembre rinde la corporación municipal de Salamanca frente a la estatua del intelectual se ha visto alterado por diversos incidentes. Y es que Unamuno nunca fue ajeno a la polémica; se opone a la monarquía de Alfonso XII y al dictador Primo de Rivera, apoya inicialmente a la República y se va desengañando ante la deriva de España que le lleva a ver en Franco a un regeneracionista duro. “No me he convertido en un derechista”, dice. “No he traicionado la causa de la Libertad. Pero es que, por ahora, es totalmente esencial que el orden sea restaurado. Pero cualquier día me levantaré –pronto- y me lanzaré a la lucha por la libertad, yo solo. No, no soy fascista ni bolchevique; soy un solitario.” 

          “Venceréis, pero no convenceréis”. Fueron sus últimas palabras en público, grabadas para la historia. Condenado a arresto domiciliario, no pudo salir de casa hasta su muerte. Pero los verdaderos creadores no mueren del todo, sino que su obra y su ejemplo se prolongan en el tiempo, y por ello –de alguna forma- son inmortales. Igual que le ha sucedido a Saramago, otro gallito de pelea, otro inconformista. 

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