martes, 22 de septiembre de 2015

Canarias: flores sobre el mar

José M. Balbuena

Hoy, aunque es otoño y se cernía una lluvia fina sobre los pueblos, las ciudades y los campos,  yo me imaginé que estábamos ya en primavera y veía  las  islas desde un prisma donde deslumbraba  el cromático espectáculo de las flores y un aroma especial. No se me había reblandecido el cerebro.

Como una película rápida, desfilaron ante mí Maxorata o Herbania, Lanzarote o Titreroigatra, Tamarán o Gran Canaria, Achinerfe o Tenerife, Benahoare o La Palma, La Gomera, la Ghomára rechoncha bereber y, por fin El Hierro bimbache, o Eceró. Pero en el horizonte me aparece, como un fantasma, la misteriosa San Borondón, un mito, una leyenda o invención mental que se hace realidad entre la niebla y nos inyecta una especie de energía vital ...

Y al lado de todas ellas, surgen como retoños marinos, como acólitos de las islas mayores, La Graciosa, Alegranza, Montaña Clara, Roque del Este o del Infierno, Roque del Oeste y abajo, entre Lanzarote y Fuerteventura, la entrañable islita de Lobos, ya sin focas monje que retratar. No sé si alguien podrá lo mismo, pero tengo el gusto de haber circunvalado estos islote y de caminar por tres de ellos: Lobos, La Graciosa y Alegranza.

Estamos aislados, condenados (o al vez no) a vivir rodeados de agua, aunque sea salada. Islas de contrastes, donde se va del amor al odio, de la belleza a la fealdad, de la pobreza a la codicia y suntuosidad. No hay nada perfecto en esta planeta ¿A quién le debo el honor de haber nacido aquí, de soñar con felicidad, como yo lo he hecho, sobre estos mullidos tesoros que brotan como perlas del profundo Atlántico?

En cada isla hay un hito, algo bueno para amar, para admirar, para tener recuerdos eternos. Orchilla,  el hipotético Meridiano, el garoé, los islotes del Salmor, en El Hierro. El Garajonay, Los Órganos, el Roque de Agando,  la Torre del Conde, en la Gomera. La Caldera de Taburiente, el Roque de los Muchachos, el Teneguía y otros volcanes dormidos en la Isla Bonita, en la isla verde de La Palma. El Teide gigante, el Valle de la Orotava, el barranco  del Infierno, Anaga, en Tenerife; el Roque Nublo, Las Dunas de Maspalomas, Las Canteras, Los Tilos, en Gran Canaria. Jandía, Tindaya, Corralejo, Valle de Santa Inés, en Fuerteventura. Timafaya, Los Jameos del Agua, la Cueva de los Verdes, en Lanzarote y mis disculpas a otros renombrados lugares de estas islas,  por no mencionarlas, porque harían  muy largo el relato.

Hay por ahí, pululando, evidentes joyas en estas variadas islas. Frondosas, a veces; ardientes, otras; desiertas, áridas, ávidas de agua, plenas de vida y “de belleza sin par”, como dice la canción, que deben descubrir quienes vienen de fuera, los que buscan sol y buen clima, para que sepan que existen otras opciones que vale la pena conocer. Sería imperdonable que los que han nacido aquí no lo sepan,  ni lo valoren.

Islas con una flora autóctona, original, que provienen de una pasado lejano. Islas de hermoso pájaros canoros, de lagartos gigantes y milenarios. Islas, arropadas por alisios, por unas nubes amistosas, que nos regalan un clima apacible. Islas que parieron emprendedores, aventureros, emigrantes, forjadores de pueblos, ciudades y empresas al otro lado del océano. Islas bravas, islas estériles, islas exuberantes que necesitan una mano, una caricia, para exaltar sus maravillas, para hacer felices a quienes tienen la suerte de vivir en ellas, o de visitarlas.

Espero que no haya nacido el ser, o los seres, que quieren marchitar estas flores surgidas de la mar, o de la lava incandescente. Espero que no haya nadie capaz de hundirlas en la miseria, en el dolor, en la frustración, en el desencanto. Espero que no aparezca alguien para decirme que deje de soñar, que abandone las utopías. Espero que se disipen las nubes repletas de envidia, de desidia, de ignorancia...

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