lunes, 27 de marzo de 2017

El show de los monos aulladores


Salen las distintas especies de monos aulladores en las tertulias, en las televisiones, en los programas de telerrealidad. Son tribus dispuestas a defender el territorio, a ganar territorio ajeno, y para ello se zarandean, compiten en sus alaridos. Hay que aullar para marcar el territorio, para advertir a los intrusos. Ninguno quiere bajarse de su árbol, nadie puede llevarles la contraria, y, naturalmente, en la selva el mono más chillón es el que se lleva la audiencia. Manejando el mando de un canal a otro de los 200 disponibles, uno también se siente mono aullador que se deleita con la farsa cotidiana, pues en tertulias políticas, deportivas, concursos varios o Gran Hermano resuena el alarido de nosotros, primates. Todo es teatro, espectáculo vociferante. Pero tuve la suerte de pertenecer a una generación de periodistas que ejerció su trabajo en un periodo excitante.
Éramos jóvenes y atrevidos, y el futuro era nuestro porque Franco tenía que morir, eran tiempos de libertad vigilada y por eso padecimos algunas sanciones, multas, fichas de la policía que nos generaron dificultades a la hora del servicio militar. Pero el régimen tenía los días contados, no se puede ir contra las leyes de la biología y llegó noviembre de 1975. No sin sustos ni el temor que siempre nos generaba la casta militar, contemplamos el nacimiento de la democracia. También padecimos después la angustia que algunas mañanas nos generaba ETA matando a diestro y siniestro, yo era redactor-jefe de Diario de Las Palmas y llegaba a las ocho de la mañana cuando los teletipos empezaban a vomitar los atentados del día. Dicho esto, me reafirmo en que mi grupo generacional tuvo mucha fortuna, pues pudimos ejercer el periodismo en el periodo más hermoso de la historia contemporánea. Las dos Españas que según Antonio Machado helaban el corazón de los recién nacidos confluían al final de los setenta en una voluntad de concordia, y de este modo la reconciliación fue posible más allá de los deseos de venganza. El periodismo se convirtió en el Parlamento de Papel, consolidada la libertad de expresión fueron entrando una a una las leyes de la modernidad, por ejemplo antes las mujeres necesitaban la firma del marido si querían comprarse un coche, tardó en llegar pero fue reconocida la capacidad plena de la mujer, la ley del divorcio, el aborto, etcétera. En tiempos todavía de censura previa, padecimos alguna que otra represión por el hecho de informar, sobre todo en nuestro paso por la redacción de El Día de Santa Cruz de Tenerife, cuando éramos estudiantes en la Escuela de Periodismo de La Laguna, pero ya estábamos acompañados de nombres tan señeros como Alfonso García Ramos y Ernesto Salcedo, y de compañeros que han hecho historia.
El periodismo es el más noble y hermoso oficio, solía decir Gabriel García Márquez. Él, como otros escritores, se inició a través de los periódicos. Fue redactor, reportero de calle,  corresponsal en el extranjero. Pero hoy estamos en tiempo de rebajas, la sociedad ha cambiado, los avances técnicos han modificado el modelo, desaparece la publicidad que sustentaba la prensa escrita y nada será ya como antes. Una pregunta clave es si los medios de comunicación fabrican a la sociedad o más bien son consecuencia directa de ella. Evolucionamos velozmente, todo es rápido, todo es efímero, la pasarela se agota en cuanto pasan los quince minutos de gloria de cada cual. La realidad se vuelve una farsa grotesca, una parte de los medios son aulladores, porque hemos cambiado, estamos en los tiempos del espectáculo mediático, los medios fabrican personajillos del teatrillo cotidiano como si fueran gestores de pensamiento. En aras de conseguir audiencias a cualquier precio se lanza a la fama a toda esa gente banal e ignorante que es reverenciada hasta la saciedad. Menos mal que podemos contemplar el renacimiento de la radio, un medio fiable.

La pregunta sería ¿cómo tener una colectividad menos estúpida? Podríamos pensar que con un mejor modelo educativo, podríamos deducir que la gente, es decir nosotros, debería tener un ocio más activo con un mayor consumo de bienes culturales: lectura, arte, teatro, cine de calidad. Esto es complejo, aunque si existieran unos códigos morales en los medios, las cosas irían por mejor camino. Además, en lugares como nuestras islas -donde parte de la clase política es endogámica, se retroalimenta y se sucede a sí misma- el analista independiente puede caer en el punto de mira de quienes mandan. Estamos en la época de lo efímero, los acontecimientos son veloces, hay multiplicidad de mensajes. Pero la prensa canaria siempre tuvo un nivel de dignidad, fue refugio de escritores durante el siglo XIX y buena parte del XX.
El político debe entender que la labor del informador, del escritor, del intelectual es analizar, contradecir incluso, navegar contra corriente. Aquí hay un pleito insular indefendible, un territorio fragmentado y una clase dirigente analfabeta funcional e hipersensible. No quiere aguafiestas, prefiere cortesanos, pero la palabra crítica viene del griego y significa ser capaz de discernir, se refiere a la reacción o el juicio personal ante un tema. En la globalización hay multiplicidad de fuentes, blogs, guasaps, Faceooks, todos aullamos y el exceso de información genera desinformación. El aluvión de internet deberíamos recibirlo con reserva, pues sale barato manipular en la red, ahora sabemos que los rusos la emprendieron contra Hillary Clinton afirmando que tenía graves enfermedades, que no iba a sobrevivir si llegaba a la presidencia, siempre quedará la sospecha de que Donald Trump ganó ayudado por los del Este. Tantas cosas han cambiado que no recordamos el prestigio del que gozábamos. Hoy los toreros escriben libros, las presentadoras de televisión ganan premios literarios, los futbolistas son los gladiadores del gran circo; triunfa la barahúnda. Y las tertulias y los rifirrafes corroboran que el noble oficio se ha emputecido, no solo a nivel salarial sino en contenidos y aspiraciones. Pero también hay profesionales del periodismo dispuestos a resistir, igual que los libros y los periódicos en papel.

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